lunes, 11 de julio de 2011

La ciencia del alma

A las 12 de la noche, luego de despedirme de una gran amiga a la puerta de su casa después de una paracaidística visita, abordé un taxi y me fui a hospedar a mi antigua casa, la cual desde mi ausencia tan solo ha envejecido unos cuantos meses. Con la llave que conservo todavía abro la puerta, encuentro una cobija a mi disposición, enciendo el televisor para terminar de consumir un poco del partido de  fútbol que me perdí en la tarde del día anterior. No lo consigo al notar que el tiempo avanzó y dejó la nota atrás. Tuve la dicha de descubrir que el mismo programa pasaría al otro día, temprano, a las 6 de la mañana. Muy Bien. Dormí y luego desperté, temprano, a las 5.30 de la mañana. Con algo de tiempo a disposición y sin ninguna enemistad con el reloj, decido dormir 10 minutos más. 10 minutos después eran las 6.15 de la mañana. Volví a perder la nota. Me aguardaba el café y una breve conversación con mi mamá. De varias cosas. Nada realmente importante.
Consumido el café, pienso en irme, pero me apresuraba demasiado. En plan de electricista obligado subo al viejo cielo raso de la casa a cambiar un balastro. El plan sale a la perfección excepto porque salió mal. De  los dos fluorescente involucrados uno alumbra a gusto pleno y el otro a duras penas. Eso nos pasa a los que no sabemos lo que hacemos.
Luego cambio el alicate por un martillo. La puerta que da al patio siempre es forzada por el gran perro que no puede andar dentro de la casa por obvias razones. Doy martillazos y me procuro cuidado, mi puntería es famosa entre mi comunidad falángica. Bromeo: "De haber sido yo uno de los romanos que clavo los clavos a Jesucristo, él se hubiera muerto a martillazos". La labor esta sí fue de mayor éxito. Mis dedos están sanos.
Ya con las sorpresivas obligaciones terminadas me dirijo a mi casa. Una gran presa me retrasa. Al parecer un oficial de tránsito, junto a su camión y sus conos están en huelga, aunque perfectamente puede ser otra cosa. El autobús se desvía para agilizar su paso y entra a lugares que nunca había visto yo antes. Eran lugares iguales a varios otros, pero nuevos para mí.
Llego al fin a casa, me relajo un poco. Mi hermana y yo nos reímos varias veces antes de que ella se vaya. De cualquier cosa nos reímos. Y luego se va.
Después de que me he quedado solo, leo. Mi amiga,de la que me despedí no mucho antes de que empezara el día, me prestó un libro, con la esperanza de que yo lo lea. Cumplí en algo, lo empecé a leer. Y de repente toda la sencillez del día se transforma. Se descubre la letra y su tinta invisible que escribe en mi ojo. Y surgen las dudas y el temor de estar llevando todo mal. Y surge el temor de tomar el camino de lo bueno, porque es muy difícil, demasiado para un pedazo de carne como lo es uno y lo somos todos. Es el sendero de la iluminación, ese sendero del que nos privamos los seres mundanos, el sendero que pocos cruzan y se me manifiesta desde el mundano acto de la lectura.
Srīla Prabhupāda es algo así como un maestro de maestros. Todo un ejemplo en el mundo espiritual por el cual se desenvuelve. Hoy más espiritual que nunca porque murió y quedó impresa su existencia en el papel. Así se hacen eternos muchos.
La lectura de unas primeras páginas implica ver un mundo en construcción. Hablo acá de cualquier tipo de texto. Este en particular construyó una imagen muy grande, casi reveladora, pero también atemorizante.
Los principios del Hare Krishna son plenamente severos, pero siempre con el enfoque de la unión. No se habla de los seres humanos como entes individuales, sino como una unión de servidores de un dios, una fuerza creadora a la que se debe servir, porque la existencia de la humanidad se basa en una superioridad con objetivo: el servicio, algo que no puede venir de parte de todo lo demás que está en el mundo. Toda la creación de Krishna.
Todo esto resulta ser una gran locura.
Imagino que ofendo con semejante afirmación. De hecho me insulto un poco a mí mismo, porque no es mi naturaleza despreciar realmente nada, pero la vida de los llamados Hare Krishna es un extremo escandaloso de la sencillez, de la bondad, de la limpieza. Es de verdad una locura en este mundo. ¿Siento curiosidad ante las posibilidades que representa la devoción a este movimiento? Sí, con claridad, tan solo con algo menos de 20 páginas de este libro. Parece ser una búsqueda de dios en el alma y no en la lejanía. Dios dentro de uno mismo. Es increíblemente atemorizante, algo que me acarrea muchas dudas también, es en realidad muchas cosas.
Todo el día narrado arriba, al principio de esta publicación sucedió antes de las 11 de la mañana. Siento que fue un día bastante completo, muy agradable... sencillo, muy sencillo. Yo siempre he sostenido que hay que ser desprendido, preocuparse poco por lo material, ser humilde, y lo he sido, pero este medio de conciencia auspiciado por Prabhupada es ciertamente extremo y, a la mera lectura de esas cuantas páginas, muy lógico, muchísimo mejor defendido que una cantidad enorme de otro tipo de religiones, claro, porque esto no es una religión, es una ciencia espiritual, o sea es como ambas cosas en unión, en una unión coherente, poderosa casi, y también sencilla. Esto es atemorizante, pero en un buen sentido, si lo hay.
Terminaré el libro y diré algo más, pero creo que las cosas dependen de una lectura propia, además de lo más completa que se pueda, la cual no he tenido aún; tal vez incluso me califique de ingenuo en ese momento. Acá está un enlace para que sepan cuál es el texto: La ciencia de la autorrealización ; quizá no cueste tanto encontrarlo por ahí.
Creo que sería un gran viaje, pero no todos tenemos la valentía o la paciencia de llevarlo a cabo, pero sí hay una lógica en esto, de verdad: la mano no puede tocar el cielo, solo señalarlo.

martes, 5 de julio de 2011

La literatura es una muñeca de trapo

Yo caí ingenuamente en la trampa de algún escritor casual desconocido y ahora poco popular que se dedicó a gastar la punta de su lápiz y la punta de sus dedos en un texto sincero, pero que alguna maroma de la estulticia nos hizo a muchos creer que García Márquez había ascendido al cielo. Gabito detestó el escrito a carcajadas.
La literatura es así, tal como él la escribió (el impostor): es un engaño.
Pero creo que a fin de cuentas a todos, seamos lo que seamos, nos gustan los engaños. Lo que no nos gusta es que se prolonguen demasiado.
Los engaños están hechos de ilusiones, de eso se disfrazan, entonces de repente nos encontramos en un éxtasis brutal, nos aproximamos a un sueño; pero si se da el caso de que ese sueño no es más que una pesadilla tras el muro, nos da gusto desenmascararla y verla frente a frente, plenamente dominantes, sorpresivos ante quien nos amenazaba.
En el caso del texto fraudulento (también descubierto uno a costas de Jorge Luis, y mucho más evidente) yo me precipité desde la cumbre de mi criterio literario en entredicho para creérmelo y sacarle copias y para colmo releerlo. Quién iba a creer que era falso.
En todo caso, creo que es natural descubrirse presa de un engaño y reirse de ello, especialmente si el daño no produce mayor golpe que el de verse acorralado por la vergüenza ajena que uno siente por sí mismo.
Ya a lo lejos del episodio es fácil ver las obvias diferencias entre el incanzable estilo del gran reportero de la hermosa perdición de Latinoamérica ante el del desvergonzado paladín del chantaje.
Pero lo dije antes y no lo retomé: la literatura es engaño, pero es la forma bonita del engaño, porque es breve, el engaño se muere, es evidente, pero nos gusta sumergirnos en él. Nada de lo que está en los libros pasó realmente, ni siquiera lo que uno mismo describe con lujo de detalles sobre su propia vida.
Creo que eso es lo que aprendí o volví a aprender a partir de ese papelucho embaucador: que la literatura esconde cosas de manera cotidiana, al lector y al mismo redactor indistintamente. Ese es el gran valor. Es evidente en este momento leer al susodicho escrito y no ver como una gran revelación el hecho de que es mediocre. Tanto más o menos como los de uno mismo.
Mucha gente habló muy mal de ese texto, simplemente porque se le atribuyó al muro de los lamentos que representa Gabo y pareció una violación descarnada. El odio no es buen arma, pero es común en todos los ámbitos en los que se embarca el ser humano. Me da la impresión de que en la literatura no se omite esta cuasiregla.
En todo caso, el odio también es un engaño; no lo digo yo, lo dice Borges.